martes, julio 26
nada
Pues como dijo el hombre del tiempo esta mañana: las nubes se han despejado y tendremos un lindo día.
Acá estoy. Despijamada y con ganas de escribir.
Ganas de escribir y nada que contar.
Tratando de no pensar en los ladridos de mi estómago que se ríe de las tostadas y el café del desayuno.
Tengo la nariz y los deditos fríos. Muevo los deditos. Bailen. Tiritititiri tiritiri titi.
Me detengo y observo mis pulgares. (Nada que contar, pues).
Mis pulgares son los Rigolettos en el mundo de los pulgares. Los payasitos tristes. Son muy feos: enanos y cabezones. Las uñitas son rectangulares. Pero no rectangular chic, donde el ancho supera al largo, sino rectangular fo, lo contrario. Entonces parece como si me faltara un pedazo de dedo. Mis pulgares son freaks, pero simpáticos. Logra arrancar sonrisas a quien los mire.
A veces tengo algo que contar, pero nada de ganas de escribir. Y es como la imagen del pulgar frente a la pantalla en blanco. El ser deforme frente al vacío.
Tengo acá evidencia empírica del temprano placer de sentarme a escribir.
En mi último viaje a Lima, mi tía Irma me dio una bolsita con dos objetos que yo había creado hace, no sé, unos 25 años, más o menos. Uno era una cabeza de Hello Kitty hecha así no más, con retazos de tela y la dedicación y paciencia de una enana de 5 años. El otro objeto era un cuaderno chiquitito hecho con hojas bulky engrapadas por mis manitos y que guardaban un cuento de esos que yo solía escribir cuando era chica. Este se titula "el cuento de la niñita glotona" (o golosa, no se ve muy bien) y narra la historia de una niña que, sin permiso, le mete el diente a una torta "de crema chantilly" envenenada y muere. Está escrito a pulso, con tinta negra (como debe ser) y tiene ilustraciones y todo.
Cuando me lo entregó la tía, me sorprendieron dos cosas: primero, que no lograba recordar haber escrito esta historieta naif, y lo otro es que de golpe recordé un cuaderno viejo que tenía otras historias que sí podía recordar. La historia de la monita traviesa (que también muere). La historia de Lisa (inspirada en una muñeca que tenía y sobre la que escribí algo aquí hace tiempo).
Entonces pienso en mis cuadernos. Pienso en mis dibujos. Mis diarios. Las hojas de colores. Y como un día tiré toda esa masa de palabras y garabatos al tacho de basura. Imagino al basurero aburrido, hojeando mis historias, paseando sus pupilas por mis dibujos. Lo imagino devolviendo el cuaderno al cerro de basura antes de volver a casa.
(Eso me recuerda el entusiasmo con el que mezclaba ingredientes no-mezclables en la cocina, cuando era niña. Cuando nadie estaba mirando. Las masas incomibles que preparaba, feliz, con harina, agua, tierra de la maceta, ketchup, leche y unas hojitas del jardín, para decorar. La satisfacción de haber creado algo. Y, luego, el regreso a la realidad: "¿ahora qué hago con esto?". Nada. Y, zas, a la basura.)
Así es, pues, cuando no hay nada que contar. Escribo por escribir. Trabajan los pulgares feos y hacen clic en el botón que dice Publish.
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