miércoles, julio 27
Nombre:
Hoy, más temprano, estuve en una de esas oficinitas del sector público que casi todos odiamos. Y es que no es nada simpático tener que hacer una cola tras otra, mirando cómo los empleados trabajan con una tranquilidad casi zen, interrumpiendo -sin pensarlo dos veces- su tarea para saludar con dos besitos al compañero que recién llega y encima detenerse a charlar con él mientras uno se queda ahí parado con cara de incrédulo y contando los segundos de 'tolerancia social' antes de explotar de odio y reclamar atención. (Una escena cotidiana, estoy segura).
Ayer había ido a ese mismo lugar a buscar un documento y por error olvidé revisar que mi nombre estuviera bien escrito. Claro, no lo estaba.
Cuando tenía unos 6 ó 7 años armé una pataleta tremenda ante mi madre, para exigir que me cambiaran el nombre. Lo odiaba. Y quería llamarme Susana. No sé por qué Susana, pero eso es lo que quería. Mi mamá trató de disuadirme: Susana Gusana. No me importaba.
Igual, no logré salirme con la mía.
Años después empecé a acostumbrarme a eso de tener que repetir dos veces mi nombre cada vez que me presentaban a alguien o a deletrearlo despacito por teléfono o a escribirlo con enormes letras de imprenta en los formularios.
Ahora puedo decir que he hecho las paces con mi nombre. Me gusta.
Pero aún hago malasangre cuando me lo escriben mal.
Ayer me dio pataleta porque desde que estoy viviendo aquí, no hubo un solo documento en el que no tuviera que rectificar mi nombre. Y si no me gusta tener que ir a esas oficinas feas a gestionar trámites y papeleos, menos me gusta tener que regresar a arreglar el error de otro.
A veces pienso, si me llamara Susana no tendría este tonto problema.
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