miércoles, enero 31

about Lima

Lima desde las nubes se ve silenciosa y linda: una constelación de luces amarillas brillando, feliz.
Llegué una noche, después de un viaje horroroso al que mi cerebro ha etiquetado pesadilla altiplánica II, como secuela del viaje a Bolivia que hice la última vez que vine a Perú, y del que ya se me quitaron las ganas de rajar.

Ayer llegué a Lima nuevamente.
Esta vez llegué por tierra.
Durante la noche bajé cerros oscuros y el camino tenía forma de serpentinas.
De pronto, Lima se asomó por mi ventana: ruidosa y fea. Nada que ver con la Limita de la ventana del avión, hace unos pocos días.

Ahora estoy en Lima. Estoy dentro. Caminando por el sánguche gris. Con el pelo hecho una madeja imposible. Con el sol pegajoso que me ha dejado negrita en dos días a pesar del spf 30.
Con las tripas quejándose a cada rato, por mandarles rocotos y ceviches en tan poco tiempo.
Lima con todos sus olores, ruidos y colores. Con toda su limeñez. Muy linda y muy fea.

(¿Cómo será entrar a Lima desde el mar?)

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sábado, enero 13

place stamp here

La casa de mi padre, en Lima, tiene rejas negras y altas. En la puerta de entrada, hay un buzón de hojalata de color negro y mi padre le ha pegado una plaquita que dice "cartas".
Todos los días, cuando vuelve de la calle, él mira la rendija del buzón por si hay algo adentro. Generalmente son cuentas o propaganda indeseable, pero a veces hay algún sobre con estampillas foráneas y su nombre escrito a mano por alguno de sus hijos. Entonces, busca en su memoria la combinación que abre el candado plateado.
Mi padre lee sus cartas con sus lentezotes bifocales y con la lupa en la mano. Las lee despacio, en parte porque le cuesta descifrar nuestra caligrafía, en parte porque le gusta saborear cada frase, cada palabra.

Yo recibo muy pocas cartas. Y me encanta oir cuando alguna se desliza bajo la puerta de este departamento. Es mucho más rico tocar un sobre de papel que hacer clic con el mouse sobre una pantalla. Y, a diferencia de mi padre, que lleva tranquilo su sobre hasta la sala y se acomoda en su sillón para leer, yo me lanzo ansiosa a romper el sobre en el mismo lugar donde lo encontré, sin siquiera sentarme, nada, ahí no más.
Hace algunos días, llegó carta de Nini, mi sobrina de 6 años. El sobre estaba lacrado con un sticker de Hello Kitty (ella sabe que me gusta) y la carta estaba escrita con lápiz. Se podía ver algunos borrones. Me encantó.

Después de leerlas, yo doblo las cartas y las guardo en su sobre. No las tiro. Sé que una vez confesé por aquí que no conservo objetos que guardan recuerdos, pero la correspondencia es una excepción. Las guardo todas: tarjetas, postales, cartas.
Un día, vi a mi hermana llenar su tacho de escritorio con tarjetas y cartas viejas que rompía en pedacitos "para que no hagan tanto bulto". La miré con un poquito de indignación cursi y no le dije nada, pero pensaba en ese montoncito de cartas que guardaba en un cajón del escritorio de mi habitación, en casa de mi padre, y que consideraba casi tabú mandar a la basura.
Me hizo recordar a mi padre.

Cuando el viejo termina de leer su carta, suspira, entre feliz y entristecido, hace un bollito con el papel, lo deja abandonado sobre la mesa y se va a hacer otra cosa. Yo, que estoy acostumbrada a masticar interiormente -como chicle invisible- mis propios pensamientos, un día me atreví a preguntarle por qué hacía eso con sus cartas.
Me dijo que porque ya está, ya las había leído, y era algo así como que habían dejado de guardar la voz (esa voz que salta del papel al leer una carta) que traían y se habían convertido solo en papel, nada más que un pedazo de papel inútil. Basura.

Tiene razón.
Y yo sigo guardando mis cartas. Total, no son muchas, me digo para justificar la irracionalidad.

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jueves, enero 4

vacas 2007

¿4 de enero ya?
De los cohetes y fuegos artificiales solo queda un breve olor a pólvora en el aire y después nada parece recordarme que hemos mudado de año.
Los años nuevos tendrían que venir con un indicador de novedad más persistente que un torpe calendario planchadito.

Ayer, después de sacar la grasa pegada a la ventana de mi cocina (qué asco), me puse a hacer listas, muchas listas.
Dentro de unos días me toca empacar la maleta azul. Tal vez ese sea el indicador de año nuevo más fuerte que tengo, el armado de la maleta de vacaciones.
Una de mis listas es de las cosas que no tengo que olvidarme de llevar. Otra, el de las cosas que no tengo que olvidarme de traer. Otra, de los lugares que no quiero olvidar visitar. Otra, de comidas que no quiero olvidar comer (ya, como si eso fuera posible).
La única lista que no es del grupo 'cosas que no quiero olvidarme de...', es la lista de comidas que voy a hacer acá en casa con todo lo que tengo en la refri hasta que nos vayamos.

Sí, bien traumadita estoy con eso de que no me quiero olvidar de nada. Si hasta tengo un sueño respecto a ese tema: es el tiempo presente y de pronto me doy cuenta que había un curso de la universidad (hace poco soñé que era un curso ¡del colegio!) que había olvidado llevar y que tenía que cursar o que tenía que rendir el examen final.
Y luego están mis padres que se esfuerzan, cada uno por su lado, en recordarme que soy 'joven', con sus frases tipo 'ay, hijita, tú que tienes buena memoria...'
Cada día me convenzo más que los que menos me conocen son los que más me quieren. Pensar que alguna vez le increpé esta incoherencia a alguien por ahí.

Me fui por las ramas. Qué raro.
Yo vine a hablar de mis vaquitas.
Pues las listas dicen que no me vaya a olvidar de comer 'frijol colado' y de traer mis papers de la universidad; y es que me voy a casa de mis padres, en Lima, por un par de meses.
Tenía ganas de ir al fin del mundo, a Tierra del Fuego, pero me ha dado mamitis y en lugar de ir al sur, he mirado al norte, que también es un poco ir al fin del mundo.

Esta vez vamos volando. Pero como a mi compañerito le encantan los viajes por rutas malditas, de hermosos paisajes, sí, pero a bordo de vehículos lo más destartalados posible que se arrastran por estrechísimas trochas al borde de altos precipicios en el medio de la nada, pues iremos desde Lima a un lugar con difícil acceso: Chachapoyas.
Haciendo un poquito de research, encontré que por ahora no hay vuelos directos, y se puede volar a Chiclayo, Cajamarca o Tarapoto y continuar la ruta en bus. Leí por ahí que el aeropuerto de Chachapoyas (y varios otros más) ha sido concesionado hace poco, lo que me hace creer que entrará en funcionamiento en algún momento, pero ni idea de cuándo.

Mi idea era ir directo a Chachapoyas, como punto de partida para llegar a Kuélap, Karajía y las cataratas de Gocta. Hay que caminar bastante. Por ejemplo, para ir a lo de Gocta creo que son casi 3 horas de caminata. Y no sé si yo pueda con eso.
Luego, quería aprovechar la cercanía geográfica de Cajamarca para ir a ver lo del carnaval. Pero la única forma de ir es por una ruta (Chachapoyas-Leymebamba-Celendín-Cajamarca) casi suicida, sobre todo considerando que es temporada de lluvias. Así que tampoco sé...
Me da un poco de miedo, no solo por el tema de las rutas, las lluvias y los huaycos, sino también por los asaltos en la ruta, la reaparición de sendero (están mucho más al sur, pero igual me asusta), enfermedades tropicales, etc. Una suerte de lista de cosas que pueden salir mal.

Me olvidaba, tengo que anotar: no olvidar el nervocalm.
Ya vuelvo.

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