lunes, junio 18
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Ayer en el tren, subió una señora que repartía entre los pasajeros unas hojas de papel que tenían algo escrito. No sé qué era porque me las arreglo para ir del lado de la ventana siempre que puedo, y muchos de los que venden cosas o piden plata en los vagones del tren solo llegan a los pasajeros sentados del lado del pasillo. Entonces yo aprovecho para desenchufarme mirando el pedacito de mundo que me rodea a través de mi ventana y me entrego a una suerte de tristeza rosa por objetos que se suceden veloz e inevitablemente ante mis ojos, fuera de esa caja de metal en la que uno tiene que viajar, a veces. Rosa, digo, porque me parece idiota, francamente, conmoverme por tanta cosa inútil.
Ayer, por ejemplo, el sonido de la voz de la señora diciendo
gracias al chico que estaba sentado frente a mí, me sacó de mi ejercicio de abstracción de la realidad por un momento. Volteé a tiempo para ver al chico darle unas monedas a cambio de esas hojas escritas. Y pude ver que una de ellas tenía un texto con forma de árbol y pensé que debía ser un poema gastado o alguna de esas historias-sopa-caliente-para-el-alma. El chico se pasó el resto del viaje leyendo esas hojas. Luego las enrrolló y se bajó del tren. Lo vi alejarse con el tubo de papeles escritos en la mano y me dio curiosidad el destino inmediato de ese árbol de palabras, si las tiraría en el primer tacho que encontrara en su camino, si las llevaría a su casa y las guardaría, o si las regalaría a alguien, o qué.
Es bien raro como, a la vez, los días se me van tan rápido y como breves instantes como este que acabo de contar se me hacen pequeñas eternidades.
Etiquetas: cursi, hojas, papeles, tren
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