lunes, octubre 17
huy, huy, pata de cuy.
Hace unos días le porfiaba a alguien, casi con una arrogante seguridad propia de un miembro de la Academia de la Lengua Española, que
¡huy! no se escribe
huy, sino
uy.
Tan segura estaba que ni siquiera pensaba en invertir esos cinco segundos que me toma hacer la consulta en el
diccionario.
Hoy, hace apenas unos minutos, se me ocurrió revisar el diccionario, más que para 'salir de dudas', para encontrar la prueba irrefutable que avalara mi argumento. Ay, sí, así de necia despierto, a veces. Entonces, zas, las palabras saltaron una a una de la pantalla para cachetearme: huy, la interjección utilizada
para denotar dolor físico agudo, melindre o asombro, se escribe con hache.
Casi me muero.
¿Cuántas cosas más, que de la misma forma tomo por ciertas -sin preocuparme de constatarlas, cuestionarlas o contrastarlas con la realidad, sea por pereza o por pura estupidez-, estarán haciéndome quedar como una imperfecta imbécil?
Esa pregunta me va a molestar un buen rato.
Anoche terminé de leer dos libros antes de quedarme dormida. Uno de ellos empecé a leerlo hace, tal vez, unos dos años. Lo tomaba, lo dejaba, luego lo retomaba, lo volvía a empezar, lo volvía a dejar. La ausencia de proyectos, ilusiones, pasión y expectativas de los protagonistas se me hacía demasiado familiar. Cualquier parecido con la vida real no era ninguna coincidencia. El desgano es mi insignia, mi tatuaje, y estos chicos venían a restregármelo en la cara, palabra tras palabra, pagína tras página, título tras título.
Terminé la última línea y cerré el libro. Lo único que pasaba por mi cabezota era una sola letra:
¿Y?
El otro libro lo había empezado hace poquito. Lo encontré en una repisa de la librería Yenny de la avenida Rivadavia a la que siempre vamos. Bueno, casi siempre. Menos veces de las que mi compañero quisiera, estoy segura. A veces entro de mala gana, refunfuñando groserías mientras guardo la mochila en el locker con llave, a la entrada de la librería.
El entra como un niño a una tienda de dulces y yo, yo soy uno de esos seres a los que muchos desearían ponerles un cohete en el culo.
Entramos y de pronto a él le salen alas. Parada entre los libros nuevos de la semana, lo veo despegar y revolotear como un picaflor buscando néctar de libro en libro. Es inevitable.
Entonces, me arrastro como un caracol hacia la sección de cocina que, para mi conveniencia, está ubicada al lado de la de arquitectura y diseño, arte y fotografía.
Se me sale un muy argentino buá.
Mucho mejor que fisgonear entre los libros de economía, pienso yo. Aunque, claro, de cuando en cuando él se divierte lanzándome por la cabeza libros sobre microcrédito y cosas así.
Me gustan los libros de cocina. Pero me gustan solo los que tienen fotografías. Y me siento como una niña de cinco años que, con carita de decepción, devuelve un libro porque no tiene figuritas
¡Pero si los libros de economía también tienen dibujitos! Y unos muy coloridos, por cierto, con gráficos extraños y nombres curiosos como Lorenz o Engels. Criaturitas de dios.
Mierda de toro.
Los libros de diseño también son muy entretenidos. Veo objeto tras objeto y se me hincha el alma (?¿) de felicidad. Y en esos segundos me siento muy orgullosa de ser así de frívola.
Ahí estaba, hojeando fotografías de cocina mediterránea, cuando tropecé con una obra de no ficción escrita por el chef Anthony Bourdain: Confesiones de un chef. Reconocí al autor por un programa de tv que suelo ver, A cook's tour (Turismo culinario, en el canal Discovery Travel & Living, del cable) de la Food Network. Aunque acabo de enterarme que ahora tiene otro programa, en el Travel Channel que se llama No Reservations, al parecer, básicamente lo mismo que el programa anterior.
Como sea, hojeé el libro y empecé a sonreir.
Al verme divertida, mi cómplice, que buscaba un libro para su madre, otra lectora empedernida, se me acercó y tras revisar el libro un poco, decidió comprarlo.
Pues anoche terminé de leerlo. Leí las pocas páginas que me faltaban apenas hube terminado de leer el libro anterior. Algo así como el cigarrillo después de la comida pesada.
Después, dormí como un bebé.
No. Mejor que un bebé.
Lo malo es despertar. O tratar de despertar. Salir de ese letargo. Si es que salgo, claro.
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Lo dijo Scavenger Bride y le dejaron