jueves, septiembre 14
Bue-Lim-Bue
Buenos Aires me hace sentir a veces diminuta.
Son sus edificios altos como tallos de flores viejas. Altos y rancios, entonces.
Abro los ojos y me veo perdida en esta enredadera de cemento que me protege y me destruye, al mismo tiempo.
Cuando caminaba por Lima, por sus calles, bajo su cielo y entre su gente, me sentía yo parte de un mosaico disparatado; un poco sórdido de un lado, un tanto artificial, del otro, y siempre plano, a pesar de sus edificios, sus noches y sus luces. Lima me hace eso, me confunde y me perturba. Me ahoga.
Buenos Aires aún no pierde su aliento extranjero. Para mí, claro. Para este injerto humano sin cicatrizar. Hay algo entre dulce y triste que se desliza entre estas paredes, más persistente que el humo, más solemne que sus grietas y arabescos.
Buenos Aires nunca está gris. Su cielo azulado ilumina la ciudad, obligándola a brillar, muy a pesar de sí misma, de la nostalgia que escapa por las puertas de sus cafés y de los miles de rostros opacos que deambulan por las calles.
Y a veces siento que Lima es lo contrario, que intenta brillar, con sus verdes parques, sus coloridas comidas, sus edificios nuevecitos y sus balcones restaurados. Y no le sale. Su luz gris envuelve todo, como una mala broma.
Y, nada, seguimos en el limbo.
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