Garabatos
Una noche, mientras caminaba rumbo a mi casa, con ese andar presuroso que tienen quienes huyen de algo, se me ocurrió que había algo diferente.
Creo que fue al voltear la esquina.
Un viento helado me golpeó la cara, la incertidumbre me paralizó. Este camino lo recorro casi instintivamente todos lo días. ¿Por qué, de pronto, lo siento tan extraño?
Conmovido por la sensación de alienación que me invadía lentamente, e incentivado por el suelo desierto, me propuse descubrir cuál era el misterio de esa noche; mis sentidos serían mis herramientas.
Sí. Algo ha cambiado y yo iba a descubrir qué.
De mi ingenuidad surgió la esperanza, y con toda la insolencia del mundo, di un paso.
Sentí algo en mi mano vacía. Era Soledad que se había ofrecido a acompañarme.
Entonces, empezó la búsqueda.
Dos círculos negros sobre un fondo blanco, llenos de soberbia, fueron los primeros voluntarios.
Ellos, ávidos de ser los protagonistas del ¡ahá! de esa noche, se lanzaron sobre las sombras de los árboles, seguros de encontrar entre las formas y colores de la noche algún elemento sospechoso.
Unas hojas muertas sobre el césped delataban la rutinaria normalidad de lo cotidiano. Eso era todo.
A mi derecha, no más que ese monstruo verde cuya vida transcurría sosegadamente. No había nada fuera de su lugar. “Tal vez si intentamos por este lado”, a la izquierda de la gran serpiente gris bajo mis pies, “..tal vez...”.
Pared contra pared, las casas iban formando una larga fila, la inercia que fluía de ellas era casi exasperante, sus colores seguían siendo igual de opacos que otros días, bajo la tenue luz de una noche sin luna; el mismo perro viejo dormita en el balcón de la casa celeste de rejas negras. Tiene expresión de cansancio y quizás de aburrimiento.
Ojalá hubiera visto todo aquello. Pero mis ojos se habían mantenido fijos en las hojas secas a mi derecha.
La abulia impidió que constatara que a mi izquierda todo era tal como lo había imaginado. Pero sabía perfectamente que era así. Exactamente tal como lo imaginaba. Sentí miedo.
Las esferas habían cedido su arrogancia a la derrota. Empezaron a deslizarse, errantes, sobre el resto del paisaje. Unas pequeñas piedras yacían, dispersas, sobre mi viejo amigo gris. Imploraban atención. Prometían esconder un secreto; dispuestas así, a propósito en desorden, parecían encerrar una clave.
Mis ojos las observaban con odio, “una trampa”. Nada más.
Me acerqué a una de las piedras y, no sin cierta indignación, la pateé con fuerza.
“Una pobre, sucia piedra” voló por los aires unos metros para luego caer sobre el asfalto, rodando unos pocos centímetros.
Algo curioso: al chocar la piedra con el suelo, creó un ruido que interrumpió el silencio. El sonido se había apoderado de la noche. Me estremeció. “Maldita piedra!”.
De pronto, noté que la noche hacía ruido. Al prestar atención, pude sentir cómo cada sonido cobraba mayor intensidad. Pero todos los sonidos se mezclaban entre sí y no lograba distinguirlos.
Decidí, primero, neutralizar mis propios ruidos. Dejé de caminar, para no generar ruido externo. Así, comencé a sentir lo que escucha un feto, el compás de la respiración, los latidos del corazón, la sangre fluyendo por las venas. Ruidos internos, ruidos que distraen. Me concentré más y dejé de oírme a mi mismo. Lo logré. Oigo la noche. El viento, el susurro de las hojas de los árboles, el silencio. No es nada de eso. Puedo separar cada ruido y aislar el sonido de la noche. Nunca la había oído con tanta claridad. No lo podría describir nunca, no me atrevería siquiera a intentarlo, sólo atino a confesar que es más hermoso incluso que el sonido del silencio. Es la noche.
Pero no. No he hecho ningún descubrimiento.
Una oscura intuición me invade, interrumpiendo mi deleite auditivo. Esto no es lo que estoy buscando.
Cada minuto mi intriga crece. No entiendo.
¿Por qué me siento tan ajeno a esto? ¿por qué todo se está volviendo cada vez más hostil?
¿Qué es lo que hará que termine por convencerme de que no pertenezco aquí?
Empecé a temblar. Tenía miedo. Y frío.
Tuve el impulso de correr hacia mi casa y terminar con todo aquello, pero no podía. Tenía miedo de que esto fuera una pesadilla y que no llegara a mi casa nunca, por más que corriera.
Tenía que seguir en mi (inútil) búsqueda (ya empezaba a sospechar que ésta era inútil, pero rehusaba a resignarme).
Hay muchas formas de sentirse extraño, la más cruel es cuando intentas, en vano, encajar en un mundo que alguna vez te acogió y que, de pronto, se muestra hostil e indiferente.
Ahora sentía cansancio. La mochila en mi espalda parecía más pesada. Los ojos me ardían. Mis piernas apenas podían moverse. Mi ropa se sentía áspera sobre mi piel. Mis labios estaban helados.
La noche me seguía rodeando.
Lo que daría por empaparme de ella.
Sin pensar en resistirme, dejaría que la noche se filtrara a través de mi ropa, y acariciara suavemente mi piel. Piel de mujer.
Yo, envuelta en la piel de la noche, embriagada de su esencia, me dejo seducir por ella. La calidez de la noche se impregna en mi piel, atraviesa mis poros, se diluye en mí. Calma mi dolor. Calma el frío. Me adormece. No siento ya nada. Sólo la siento a ella. La noche.
Aturdida por la presencia de la noche, descubro una mueca de asco dibujada en mi rostro.
Un nudo en la garganta, escondía el sufrimiento de una decepción. La desnudez de la noche había terminado por hostigarme. Me sentí débil frente a ella.
Dejé que me hipnotizara, que me condujera por la mentira.
El asco provenía de mi conciencia. Mudo testigo de mi debilidad.
El vértigo me estaba acechando. Todas las cosas empezaron a existir con más fuerza.
El desánimo y la confusión flotaban como fantasmas a mi alrededor.
Mi rostro recobró su inexpresividad mientras pensaba en las dos herramientas que aún no había utilizado.
A pocos pasos de mi casa, la búsqueda sin sentido se había transformado en una tarea descomunal. La desesperanza me sonreía triunfante.
Sin que yo pudiera evitarlo, la noche seguía jugando con mis sentidos como si fueran marionetas.
Ya no quería seguir. Pero no había forma de eludir ese momento. Así que sólo empecé a desear que terminara rápido. Respiré profundamente y el perfume de la noche se deslizó hacia mis pulmones. Lo admito, era una sensación agradable, así, aislada. Olía a lluvia, a otoño, olía a nada. El olor emanaba de todos lados, hasta de mí. Tal vez porque la noche era omnipresente. Ella me atravesaba como si yo no existiera y me dejaba contagiado de su perfume. Ahora yo también olía a nada. Me asqueó más.
Dejé de caminar nuevamente para buscar en mi mochila mis cigarros. Necesitaba sentir el humo gris. Demoré en encender el cigarrillo. Mis manos temblaban. Finalmente aspiré el humo. Sentí mi ansiedad.
Las cenizas caían al suelo. Reanudé mi camino.
Hubiera querido fumarme la noche. Sentir su sabor. Sabor a humo. Porque ahora todo me sabe a humo.
Recordé a Eladio. Cómo abrió la boca, hizo chocar los dientes y mordió suavemente la noche. Sentí envidia. Ojalá yo pudiera hacer eso, morder la noche.
Llegué a la puerta de mi casa. Porque ésa era mi casa. Estaba seguro de que ésa era mi casa.
Aunque me sentía como si la hubiera visto por primera vez, como si nunca antes hubiera estado ahí.
Pero yo sabía que todo era igual que antes. Nada, afuera, había cambiado.
Cómo hubiera querido descubrir esa noche algo en ella que fuera diferente. Echarme a reír mientras decía: “ah, solo era esto...”. Pero todo era odiosamente igual. La normalidad me sonríe sarcásticamente.
Tiré el cigarro y entré a mi casa. Cerré la puerta. Ya estaba dentro.
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Lo dijo Scavenger Bride y le dejaron 1 Comentario(s)