miércoles, octubre 4
rain down on me
Cuando el agua cae como una cortina viva por mi ventana, me dan ganas de hablar. No hablar sola porque eso lo hago todos los días, sino hablar con otro ser humano. Es como si las gotas precipitándose al suelo desde las nubes crearan música y ella me hipnotizara. Y entonces dejo de ser un prototipo de introversión y me provoca exteriorizar el dictado interior de pensamientos. Y estos son muy triviales, muy dispersos, pero salen así, eyectados, como corcho de champagne destapado con poca elegancia.
Un día, cuando era chiquita, me puse a hablarle al jardinero. No sé qué le contaba, pero recuerdo que hablaba tanto que el tipo me dijo que me callara. Qué atrevido. Lo gracioso es que yo no lloré, solo me quedé parada ahí, confundida. No se lo conté a nadie.
El viernes pasado volví a tomar el autobús que me lleva a las clases de la maestría. Tengo la tesis pendiente, como una vieja deuda que no sé cómo pagar, pero que no me deja dormir. Llegué temprano y soporté estoicamente toda la clase que es una especie de cafetería académica, donde el tema principal de conversación es el proyecto de tesis, y donde se aceptaban algunos paseos por las ramas de la política, religión, y otras (ramas) más lejanas.
Luego fui a buscar unas cosas que me envió mi prima (la de los besos de moza) con una amiga suya que vino a Buenos Aires y al salir del hotel, me equivoqué y en lugar de volver por donde había llegado, me fui en sentido contrario y me perdí.
Mientras caminaba errante por las calles, con medio kilo de turrón en la mochila, y bajo la luz de media luna, pensaba en lo mucho que odiaba tener la brújula interna malograda, el dispositivo de sociabilidad destruido; en lo harta que estoy de tener que vivir con tantos instrumentos básicos de supervivencia descompuestos.
Hoy me he pasado el día en la cama. Escribiendo cartas y hablando de cualquier cosa. He hablado tanto que me he quedado como vacía. O será que ha dejado de llover.
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Lo dijo Scavenger Bride y le dejaron